Me sentía responsable de su contagio y a la vez afortunada porque mi sintomatología, mucho más leve, me permitía cuidar de los dos.
Me sentía cansada, más de lo habitual, tanto que no abrí el ordenador en todo el fin de semana (días 14-15 de marzo). Lo justifiqué por el trabajo de la semana anterior, cada día llegaban instrucciones nuevas para adaptar la organización del centro de salud a la posible llegada del SARS-Cov2. Dormí bastante mal con intensos dolores musculares generalizados, la madrugada del lunes tenía 37.5 de temperatura, pero tomé Paracetamol, una buena ducha y al trabajo.
Fue un día complicado, tuvimos que adaptar el centro para separar a los pacientes respiratorios del resto, establecer una línea de triaje en puerta, llamar por teléfono a las personas citadas para intentar resolver lo que fuese posible y reordenar lo inaplazable. La mañana pasó volando, sin tiempo para pensar en mialgias. Seguí con paracetamol. Al día siguiente la nueva organización tomaba cuerpo, pero hubo que establecer turnos para centralizar la atención domiciliaria de los pacientes aislados por Covid, las consultas telefónicas durante los fines de semana y el seguimiento de las residencias de personas mayores. La tarea era compleja puesto que el equipo no es muy grande y las residencias muchas.
Al llegar a casa encontré a mi pareja con mal aspecto, dijo no encontrarse bien. Pasó la tarde con fiebre por encima de 38º, pero durante la noche, además de la fiebre, pude observar su taquipnea y respiración superficial. El pulsioxímetro me sacó de dudas, saturaba a 90%. Sabía lo que había que hacer.
Contacté con el Equipo Covid recién creado en el área de salud. Concertaron una consulta telefónica con su médico de familia y me preguntaron si yo tenía síntomas. Fue entonces cuando reparé en mis intensas mialgias, cansancio y febrícula controlada con paracetamol. “Los dos en casa, contactará vuestro médico para seguimiento”, dijeron con amabilidad. “Pero es imposible, tengo que trabajar esta tarde, soy enfermera y me necesitan en el centro”, argumenté incrédula. Por ser profesional sanitario me pidieron la PCR, a mi marido en principio no, pero al empeorar se lo hicieron también. Ambos positivos.
No daba crédito, ¿tan pronto? ¿cómo es posible? Mi pareja y yo vivimos solos, nuestros cuatro hijos residen en otras ciudades. Él está jubilado y a mí me faltaban exactamente 2 meses para cumplir los 65 y jubilarme. Por mi trabajo habíamos comentado esta posibilidad, pero ¿tan pronto? Sentí que dejaba a todo mi equipo y mis pacientes en la estacada.
Los días que siguieron fueron eternos. El segundo día dijo sentir náuseas y antes de llegar al baño perdió el conocimiento, apenas pude sujetarlo para que no se hiciera daño en la caída. El médico vino a visitarle y recomendó seguir en casa. Observé como incrementaba su apatía, su cansancio, su aislamiento del entorno, su pereza mental, su falta de apetito, y esa saturación que no superaba 93%. Mientras él pasaba casi todo el día en la cama, ausente y taquipneico, yo apenas dormía, escuchando su respiración, termómetro y pulxioxímetro en mano. El octavo día la saturación bajó todavía más y fue remitido al hospital. RX, gasometría y analítica de sangre. Volvió a casa con tratamiento.
A mis mialgias se sumó la diarrea, pero pude preparar las comidas de ambos y mantener la higiene de la casa. Estaba cansada, no tenía ganas de leer, ni de pensar. Solo me repetía una y otra vez: «por favor que no le pase nada, que no le pase nada». Me sentía responsable de su contagio y a la vez afortunada de que mi sintomatología, mucho más leve, me permitiera cuidar de los dos, informar y tranquilizar a los hijos.
Mi PCR fue negativa y volví al trabajo el 6 de abril, con mi equipo y con mis pacientes. Su recuperación ha costado mucho más, había tachado ya 32 días en el calendario cuando por primera vez se puso ropa de calle y abandonó el pijama.
Dolores. Enfermera Comunitaria.
26/04/2020
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